7 ene 2016

Gimnasio (O sobre las torturas de la vida moderna)

Siempre dije que el deporte mata, que las zapatillas son peores que las siete plagas de Egipto y que preferiría la inanición a controlar la inevitable fluctuación bascular por medio de mover el esqueleto. Y resulta que en una muestra estupenda de coherencia, o signo inapelable de tumor cerebral, desempolvé mi buzo horrendo y con la misma determinación de soldado que va  a la guerra, partí al gimnasio a inscribirme, no por uno, ni dos, ni tres, sino que por seis meses (en mi defensa, la promoción era irresistible...).  ¿La razón? Sería impúdico confesar unos kilos de más o los incipientes estragos de la fuerza de gravedad, así como la malvada e inclemente huella del tiempo, por lo que quedemos en que fue una de esas cosas raras e incomprensibles que hacen las mujeres.

Llegó el momento de ir al gimnasio


La primera experiencia, porque la prudencia y el partir de a poquito es un pensamiento sensato que no se me da, fue una clase de spinning. Rico. ¿Cómo ocurrió que uno se termine sometiendo voluntariamente a semejante tortura patentada por la DINA? ¿Quién diablos puede ser tan masoquista de estar una hora pedaleando como imbécil, transpirando amazónicamente y al borde del infarto (o en mi caso, del llanto incontrolable)? Si la vida ya es difícil y malvada, si el día a día ya es una patada en nuestro dulce, tierno y maltratado potito, ¿por qué, Señor, por qué diantres participar de actividades rudas y que tienen poco amor? Juro por Dior que yo no tenía idea de nada de esto cuando, oh ingenua y estúpida, entré a la primera clase. Con la arrogancia del ignorante pensé "no puede ser tan terrible, obvio que voy a ser ultra-seca-deslúmbranos-con-tu-talento porque tengo un arma secreta: durante un año me he ido todos los días a la pega en bici, atentos mortales que acá viene su líder". Menos mal me quedé calladita cuando el profesor se me acercó para explicarme cómo funciona el artefacto. Menos mal. Porque la humillación ya fue bastante grande. El resto del grupo se veía variopinto: la típica neurótica flacucha y medio engrupida, el pelado parrillero simpático obligado por la señora o el doctor, la universitaria entusiasta, el joven profesional y, por supuesto, la gorda con pinta de bosta que hará que uno no pierda el honor. Tres minutos bastaron para que el profesor se acerque a mí con cara de preocupación y circunstancia para preguntarme si tengo problemas al corazón o si me habían trasplantado hace poco, porque nunca en su vasta experiencia había visto un desempeño tan lamentable. Gracias. Tuve que escapar de ahí: "que me tengo que ir, sí, tengo una reunión un poquito importante, es que bueno, sí, Obama y Putin me están esperando, resolveremos el conflicto en Medio Oriente". Todos se dieron cuenta de mi indigna huida. Nunca más volví.


No pueden hacer nada sin mí

Pero como ya había firmado el contrato por seis meses, y peor, ya los había pagado -brillante, Anna, cada día es una nueva superación-, me armé de valor y seguí yendo a levantar pesos y desarrollar músculos que durante años, muchos, han estado viviendo en el mundo de la perezosa felicidad. Entonces mi rutina mutó por los suaves parajes de las máquinas de pesas. Si uno no lo piensa, no es tan desagradable y se va despertando una cosa medio competitiva en que toda tu vida se juega en poder levantar cinco kilos más sin que la fuerza se escape de forma bochornosa.


Homero es de los míos


Con la habitualidad empezaron a surgir cosas que jamás se me habían pasado por la mente. Por ejemplo, la tenida. Desde que tengo uso de razón, nunca me ha gustado ser un mamarracho; herencia de mi madre (gracias mamá, mi billetera te lo agradece...). Pero entiendo que la elegancia tiene que ver con el contexto y es obvio que si voy a transpirar como esquimal en pleno metro de Santiago y hacer movimientos inconfesables a plena luz del día, entonces basta con un saco de papas. Primer error. Llegué con mi buzo polvoriendo, mis zapatillas compradas en la época de colegio (juro que es cierto) y una polera que se ha salvado desde que tenía 15 años de ser paño de sacudir, y fue bastante similar a cuando el más nerd del highschool le confiesa su amor a la jefa de las porristas al lado del mariscal de campo: absolutamente todos me miraban con esa risita  maligna que hace que tu corazoncito se muera de a poco. Entonces, como a mí me gusta el bullying sólo cuando es autopropinado, partí a comprar una indumentaria que me ayudara a pasar desapercibida. Segundo error. Porque la sección de deportes evoca sin pudor los colores de Candy Crush en talla ultra XS, por lo que es imposible -repito IMPOSIBLE- usar colores que a) sean sobrios, b) sean combinables, c) no recuerden a las vitaminas C. Y tan apretadito. Inocentemente, cuando ya me conformé con el fucsia y el verde limón, busqué algo que no tenga las pretensiones de ser una segunda piel. Es que, si voy a ir al gimnasio es precisamente para hacer desaparecer aquellas redondeces que no quiero que se anden asomando por ahí, entonces ¿por qué recontra diablos estos genios de diseñadores sádicos y malditos se ganan los porotos creando ropa que no dejará absolutamente nada a la imaginación? ¿Y qué es esto de derrochar arribismo por ahí al creer que los chilenos tenemos cuerpo de nórdicos? ¿Por qué diablos hacen todo tan largo? "¿No hay ropa para gente normal? ¡Es la tiranía de los flacos, discriminan a los gordos!", grité en la tienda, mientras juraba y rejuraba que todos iban a empatizar con el horror que es parecer bombita de agua. Tercer error. Porque en el mundo del deporte todo es ultra cool y sin esfuerzo y a nadie parece importarle estas cosas tan loosers como sentirse incómodo o definitivamente idiota.

Han pasado algunas semanas y ya tengo archienemigos (mi chico guapo insiste que soy una especie de imán de archienemigos), a la cuales detesto con toda mi alma. Una es una maldita gusana: una cabra larguirucha e indolente, con su metro setenta, sus piernas kilométricas, su pelo largo y brillante, y su guata tan plana que se le marcaría si come un dulce. La odio. Porque mientras yo figuro en la elíptica transpirando hasta mis pensamientos a una velocidad tortuguesca y redactando en voz alta mi testamento; aparece ella, con esa ropa horrenda, que a ella sí le queda bien y, no contenta con eso, en vez de oler al fin del mundo huele a Ariel y Soft. La odio. Otra es una ridícula entusiasta, que disfruta toda esta tortura, que está a punto de morirse al llevar a su cuerpo a un extremo absurdo, pero con una sonrisa de placer la muy maldita. ¿Qué pasa con ella? Otro es la copia (in)feliz de Woody Allen: un enanito miserable (cómo tendrá que ser de tacuaco para que yo lo diga) y gritón, que se cree ultra especial y que habla con gestos exagerados y piensa que todos se tienen que reír de sus desvaríos y se cree el rey del lugar siendo completamente ridículo... (...quizás no sea tan desagradable después de todo).

En fin, el gimnasio es un lugar espeluznante y las endorfinas no son la maravilla que prometen ser. Por eso me invade una ira-profunda-dónde-está-mi-lazallamas cuando los amigos de lo políticamente correcto, la vida sana y todas esas patrañas, me hablan con tono condescendiente para repetir las maravillas del deporte y lo hermosamente hermoso que es mover las piernas. Como si esto fuera lo más natural del mundo -obvio que desde tiempos inmemoriales leones, monos y koalas se dedican una hora al día a subir y bajar las patas, levantando cocos cada vez más pesados- y no la consecuencia de tener que estar cerca de 50 años de nuestras vidas cuadrando el poto en un escritorio frente a un computador en horario de oficina (y también sonriendo como tarados, porque qué rico y viva el trabajo, sííííííííííííííííí), mientras nuestro cuerpo reciente la esclavitud inactividad, poniéndonos fofos y feos.


Sí, es una mierda

... pero ya será ese tema para más adelante.