31 ago 2017

La suegra (o sobre las maravillas de la segunda familia)

(Antes de que usted, querido y predecible señor lector, se relama los bigotes esperando relatos mordaces que descueren a los progenitores de mi chico guapo, sepa que nada de lo que leerá en estas líneas está basado en mi experiencia personal, dado que salí favorecida en la repartición de suegros. No obstante, no se deje confundir por la desilusión, porque no será mi propia experiencia, pero sí la de algunos cientos... Toda similitud con la realidad es porque los afectados hablan muy fuerte, sobre todo si hay vino en la mesa).

Pues bien, empezar por lo obvio: nadie elije a su familia. Cuando uno es un engendro pequeño, lleno de mocos y raspaduras en las rodillas, la familia es la perfección encarnada en unos seres maravillosos, lozanos y graciosos. Luego viene la adolescencia y esa tregua increíble que te da la vida en que descubres que puedes ser un imbécil a tiempo completo, porque eres una bolsa de hormonas supurante, entonces más o menos se entiende que seas despreciable. Y ahí llegas a odiar a tu familia con ganas y ves que todo el mundo te secunda porque, después de todo, tu familia es igual de pelotuda que el resto de la humanidad. Y más tarde, cuando se acerca esa estupenda edad en que el poder adquisitivo está de tu parte (salvo que tengas vocación de muerto de hambre y estudies idioteces como Criminalística en la UTEM o Psicología en la Católica), sales al mundo, te das cuenta lo difícil que es y te reconcilias con todos aquellos consanguíneos que antes despertaban tu furia. Es decir, te conviertes en un adulto. El punto es que justo en el momento en que miras las tonteras de los tuyos con cariño (tal vez porque descubres que tú eres un poco peor), sientes el llamado de la naturaleza, se te ocurre emparejarte y empezar una nueva familia. Lo que no pensaste, estúpido jovenzuelo enamorado, es que el amor de tu vida viene con su propia tropa de intensa humanidad y te tocará lidiar con ella.


El costo del amor

Si ya consideras que tu familia es disfuncional, la del prójimo siempre va a ser el festival del trastorno de personalidad. Al principio te pueden parecer adorables, incluso razonables... pero es cosa de tiempo. Dinámicas irritantes, tallas fomes, códigos ridículos, ideas irracionales, creencias estúpidas y, por supuesto, ella... tu suegra. 


Como si no tuviésemos suficiente con la propia madre












Porque digámoslo, si la vida ya se hace cuesta arriba con ese ser humano que uno llama mamá, la existencia de la suegra sólo demuestra que Dios tiene un sentido del humor retorcido. Es que toda madre, tanto la mamá gallina que cuida y protege a sus adorables e indefensos retoños, como la que tiene un instinto maternal cactucino, se va a convertir en una suegra de mierda. Es inevitable. Es biología.

Por ejemplo, todo mamoncete que anda caminando por ahí, tiene una madre nefasta que con esfuerzo, sudor y lágrima lo ha ido esculpiendo a pulso para que se acurruque en esa cavidad calentita que ella tiene bajo sus brazos. Ella a punta de cuidados y amor maternal ha logrado convertir a un ser humano perfectamente sano en una pasta blandengue, en un remedo de hombre, en un bufón. Sí, todos conocemos a uno; piense en él y en su mamita... y llore por la humanidad. La dinámica entre un hijito de mamá con su progenitora es digno de guion de Hitchcock, porque ella está absoluta y perdidamente enamorada de su pequeño y lo encuentra insuperablemente nivel Dios. Y él, baboso estúpido, le corresponde sin ningún pudor ni sentido del incesto.

Es la mamita perfecta, amorosa, cocina, borda, ¡teje la muy mierda!, maestrea, hace el jardín, devota absoluta y hasta medio Virgen María. Todo el mundo la adora, porque obvio, es una santa mujer. La noticia es que ella odia a cualquier ser respirante que ose acercarse a su retoño y considera que eres la versión menos agraciada de la serpiente tentadora del Paraíso. Es la vieja de mierda que se creyó esa estupidez psicoanalítica de que "los niñitos son de la mamá" (aunque el niñito tenga 40 años, panza, un MBA y sea más malo que José Piñera).

Si ya un mamón es motivo suficiente para salir corriendo, su madre es causal de suicidio. Y él nunca, entiéndelo bien pequeña ingenua que cree que él cambiará, nunca verá maldad en que ella te trate como un trapo. Si ella se mete a tu cocina y te dice cómo le gusta la cazuela a su gordito (y peor, te quita la cuchara de palo); él jamás entenderá que te dice que cocinas como las pelotas, sino que con un suspiro agradecerá su ayuda y se sentirá poco merecedor de ella. Si ella te insinúa que tus hijos son tan inteligentes y trabajadores como su padre; él nunca asumirá que te dijo floja idiota, sino que le dará un beso y dirá "lo aprendí de usted, mamá". Si ella te regala ropa de beata anciánica y te dice que así te verás mejor; el muy re tonto no escuchará que te está diciendo que pareces putinga de reality show, sino que le parecerá muy generoso que ella a su edad se preocupe tanto por ti.


El único defecto de su hijo, eres tú

Eso sí, no podemos confundir a la creadora de mamoncetes, con la metiche. Si bien la mayoría de las suegras que son metiches lo son porque hay un hijo mamón que no le para el carro, las intenciones son muy distintas. La creadora de mamoncetes te detesta porque le estás quitando el amor de su hijo y no entiende cómo diablos esta encarnación de todo lo bueno del universo, pudo posar sus hermosos ojos en un ser tan insulso y poquita cosa como tú; seguro que lo hechizaste con algún menjunje pecaminoso. A la metiche, en cambio, puedes caerle bien y considerar que eres una buena pareja para su hijo, e incluso mejor que él. Si ella está todo el día encima de tu marido es porque simplemente no puede soltarlo. Se trata de una compulsión insoportable, en que necesita con urgencia hacerle todo y piensa que el amor se manifiesta estando pendiente de cada una de las cosas del otro, y ahora de las tuyas. Para ella es muy importante que su hijo nunca sufra y sólo mamá con su experiencia sabe lo que es bueno.

Y por eso tiene opinión para todo, que da directamente o a través de su hijo. ¿El nombre de la guagua? Mi mamá opina que Alberto, Francisco o Teodoro. ¿Estás buscando colegio? Ella ya los recomendó con el director del colegio que no te gusta. ¿La playa o el campo? Mi mamá llamó diciendo que en el campo hay muchos ratones. Entonces te sorprendes con que la madre en cuestión tiene organizada toda tu vida. Es que si tu familia es una democracia, ella también quiere votar.


¿Suegra?


Esta metete es capaz de ir a verte en tu primer día de luna de miel, para dejarles galletitas y preguntar cómo han dormido. Es especialista en generar situaciones incómodas, haciendo de puro buena gente exactamente todo lo que no te gusta. Y entonces te pillas sintiéndote culpable por odiarla más que un poquito y no ver todas las cosas buenas que hace por ustedes. Con vocación de espía norcoreano, esta vieja sapa aparece en todas partes: te cambia el detergente en el supermercado por uno que considera mejor, supervisa las notas de tus hijos pidiéndole al colegio que se las mande por mail, le da instrucciones a los conserjes de tu edificio sobre quiénes pueden y quiénes no entrar a tu departamento, sugiere qué comprar y dónde. Ni te diste cuenta y vives donde ella dijo, comes lo que ella dijo y hasta votas por quien ella dijo. Y habla tanto a través de tu marido que has comenzado a sentirte en una extraña relación lésbica.

La suegra por anga o por manga, siempre es un tema. Por eso...




26 may 2016

Alegato sobre una cierta Natita (o sobre la heroína del capitalismo)

Digámoslo sin rodeos: Natalia Compagnon me causa cierta simpatía... más que cierta, derechamente me cae bien. No me gustaría tenerla de amiga, de socia menos -no soy tan tonta-, por la misma razón que nunca tendría un gato: no se puede confiar en un animal más astuto, ambicioso y despiadado que yo. Esto no significa que me parezca que sea buena persona ni que considere que sea un modelo a seguir, pero sí me genera cierta fascinación malvada... así como Al Capone, otro emprendedor. Todos lo sabemos, Natalia es del tipo de gente que estaría dispuesta a vender a su madre, y sin ninguna cosquilla también a su suegra (aunque eso no sea tan meritorio), a cambio de un pedazo de torta más grande. Hay un no-sé-qué en su ambición piñerina, una cosa fresca de raja que me resulta simpática (y sí, obvio, entre más lejos de mí, más simpática). Es esa falta de decoro hasta el límite de no pagarle a sus abogados. Pequeña sinvergüenza.


Si la vida te da limones, Michelle...

No es que me cause admiración todo aquel que haga maldades; el desastre ecológico que están dejando los peces gordos (juro que lo escribí antes de lo de los salmones, soy una pitonisa... o yeta) no me genera ninguna gracia; ni tampoco el que se disfrace de civilidad y progreso el saqueo a manos llenas que hacen los próceres de la salud y la previsión (y ay de ti si el destino te proveyó de útero). Por no mencionar a nuestros encantadores y poco elegantes honorables, quienes todos los días, con un desparpajo talentoso, se dedican a mirarnos la cara de imbéciles y a sueldo fuera de mercado... por arriba, obvio. Por poner un ejemplo: Marco Enríquez Ominami (detengámonos un segundo: ¿MEO? ¿De verdad? ¿De verdad le pareció que MEO era la mejor forma de salir al mundo? Hola suegro, soy MEO... después de eso cualquier cosa) y su verborrea diarréica me dan urticaria supurante.

Monster Inc


El descaro de Natita no tiene nada que ver con eso: no es el del goloso que tiene mucho y quiere más, como el de cierto guatoncillo que se anda autoentrevistando por estos días; tampoco es el del maleante-ojito-azul-y-cara-de-bueno que se ofende cuando le pillan las cochinadas del papel cuya misión precisamente era limpiar; ni la deshonestidad de quien se proclama "soy un hombre honesto" y es tan cara dura que de verdad se lo cree. Natita se sabe malula y le da lo mismo, por eso me cae bien: porque es honesta en su cara de rajez.

Porque mientras una anda toda cagada tratando de emprender y de hacer las cosas bien, y caerle estupendo a todos y ser una dama; ella con espíritu pragmático se ríe de todo eso y le pellizca el poto al mundo. Porque ella es capaz de morder, sobornar, mentir y estafar sin que se le mueva un pelo, ni que la culpa se la cague entera. Una Scarlet O'Hara cualquiera, con una suegra que justo se gana los porotos por vender todo lo contrario (de hecho, que le haya tocado ser la nuera de la versión sin talento de la Angela Merkel, no es su culpa y su carrera criminal no tenía por qué verse interferida por azares familiares). Y es que en esta fértil provincia señalada existen dos tipos de mujeres: las que se identifican con la Quintrala (aunque no lo sepan o no lo reconozcan) y las que no (que vendrían siendo algo así como encargadas de biblioteca municipal o parroquiana bigotuda de la zona centro). Natita, obviamente es del primer tipo: una ratita advenediza y mal portada, con cara de yo-no-fui, capaz de destripar huérfanos por un poco de blin blin. Pura vocación.

Lo que me gusta de su estilo es que es algo así como la ardilla codiciosa de La Era del Hielo, un mamífero insignificante, egoísta y un poco feo, que nada tiene que ver con el peso majestuoso del gigantesco mamut o la elegancia del tigre dientes de sable, y que así, todo pichiruchi y chiquitito, deja la cagada por una bellota, o en este caso, un par de miles de milloncitos. Y eso es lo otro que me gusta: porque mientras una se requetecontra-caga de susto, ay-no-te-preocupes-cliente-corre-por-mi-cuenta-yo-debería-pagar-por-trabajarte-a-ti, cuando uno tirita entera por cobrar luquita más IVA; sus montos son de miles de millones de piticlines (y apuesto que ella encontraría de pueblerino considerar que sea tanto).

Y qué


Cuando supe que tiene mi edad me sentí interpelada. O sea, ella sale al mundo y a sus treinta y pocos ya está involucrada en una estafa de proporciones, ya puso en jaque un gobierno y salpicó de mierda a todo cuanto se cruzara por el frente. Hay que tener talento para algo así. Yo que siento que apenas me estoy sacando el pañal y ella ya tiene desarrollada una mente criminal para sacar partido con uñas y dientes a lo que se le ponga por delante. Mientras una se cree la mega empresaria-agárrate-Negro-Fernández-que-acá-vengo-yo matuteando cositas por Facebook, ella compra en Machalí y hace boby a empresarios astutos, metiéndolos en un enredo kafkiano sin siquiera inmutarse. Ídola. Si alguien logra meter en un enredo tan grande a pesos pesados (siempre son gordos), se ganó mi respeto. Mención aparte merece cómo hizo bailar a Gonzalo Vial, metiéndole el dedo hasta el intestino delgado, inventándole intrigas y entregándole asesorías plagiadas de Google, y no contenta con eso, pecharle el campo para casarse ahí mientras le estaba mirando la cara de estúpido sin pudor.

Es que mientras todos trabajamos como animales (burro, hormiga, elija usted su bestia), ella winner y digna hija de los nuevos tiempos, en que es más cool el que le da el palo al gato, que el que va de a poquito metiendo las monedas en el chanchito, juega a ganarle al sistema y se los salta a todos. Entonces ella no sólo encuentra los atajos, sino que, oh emprendedora, los inventa sin vergüenza ni reparos. ¡Es la heroína del capitalismo! Y obvio que da rabia el asunto, porque finalmente resulta que esto de ser buena gente, no pasarse los semáforos rojos ni meterse en contra para ahorrarse la vuelta del tonto, decir la verdad, pagar los impuestos y todo eso que el pelotudo de Pepe Grillo anda pregonando por ahí, no correlaciona con la calidad de vida, mucho menos en la selva que es Chilito y sus alrededores. Y es que, hay que decirlo, el más vale pobre pero honrado es bien como las pelotas.


7 ene 2016

Gimnasio (O sobre las torturas de la vida moderna)

Siempre dije que el deporte mata, que las zapatillas son peores que las siete plagas de Egipto y que preferiría la inanición a controlar la inevitable fluctuación bascular por medio de mover el esqueleto. Y resulta que en una muestra estupenda de coherencia, o signo inapelable de tumor cerebral, desempolvé mi buzo horrendo y con la misma determinación de soldado que va  a la guerra, partí al gimnasio a inscribirme, no por uno, ni dos, ni tres, sino que por seis meses (en mi defensa, la promoción era irresistible...).  ¿La razón? Sería impúdico confesar unos kilos de más o los incipientes estragos de la fuerza de gravedad, así como la malvada e inclemente huella del tiempo, por lo que quedemos en que fue una de esas cosas raras e incomprensibles que hacen las mujeres.

Llegó el momento de ir al gimnasio


La primera experiencia, porque la prudencia y el partir de a poquito es un pensamiento sensato que no se me da, fue una clase de spinning. Rico. ¿Cómo ocurrió que uno se termine sometiendo voluntariamente a semejante tortura patentada por la DINA? ¿Quién diablos puede ser tan masoquista de estar una hora pedaleando como imbécil, transpirando amazónicamente y al borde del infarto (o en mi caso, del llanto incontrolable)? Si la vida ya es difícil y malvada, si el día a día ya es una patada en nuestro dulce, tierno y maltratado potito, ¿por qué, Señor, por qué diantres participar de actividades rudas y que tienen poco amor? Juro por Dior que yo no tenía idea de nada de esto cuando, oh ingenua y estúpida, entré a la primera clase. Con la arrogancia del ignorante pensé "no puede ser tan terrible, obvio que voy a ser ultra-seca-deslúmbranos-con-tu-talento porque tengo un arma secreta: durante un año me he ido todos los días a la pega en bici, atentos mortales que acá viene su líder". Menos mal me quedé calladita cuando el profesor se me acercó para explicarme cómo funciona el artefacto. Menos mal. Porque la humillación ya fue bastante grande. El resto del grupo se veía variopinto: la típica neurótica flacucha y medio engrupida, el pelado parrillero simpático obligado por la señora o el doctor, la universitaria entusiasta, el joven profesional y, por supuesto, la gorda con pinta de bosta que hará que uno no pierda el honor. Tres minutos bastaron para que el profesor se acerque a mí con cara de preocupación y circunstancia para preguntarme si tengo problemas al corazón o si me habían trasplantado hace poco, porque nunca en su vasta experiencia había visto un desempeño tan lamentable. Gracias. Tuve que escapar de ahí: "que me tengo que ir, sí, tengo una reunión un poquito importante, es que bueno, sí, Obama y Putin me están esperando, resolveremos el conflicto en Medio Oriente". Todos se dieron cuenta de mi indigna huida. Nunca más volví.


No pueden hacer nada sin mí

Pero como ya había firmado el contrato por seis meses, y peor, ya los había pagado -brillante, Anna, cada día es una nueva superación-, me armé de valor y seguí yendo a levantar pesos y desarrollar músculos que durante años, muchos, han estado viviendo en el mundo de la perezosa felicidad. Entonces mi rutina mutó por los suaves parajes de las máquinas de pesas. Si uno no lo piensa, no es tan desagradable y se va despertando una cosa medio competitiva en que toda tu vida se juega en poder levantar cinco kilos más sin que la fuerza se escape de forma bochornosa.


Homero es de los míos


Con la habitualidad empezaron a surgir cosas que jamás se me habían pasado por la mente. Por ejemplo, la tenida. Desde que tengo uso de razón, nunca me ha gustado ser un mamarracho; herencia de mi madre (gracias mamá, mi billetera te lo agradece...). Pero entiendo que la elegancia tiene que ver con el contexto y es obvio que si voy a transpirar como esquimal en pleno metro de Santiago y hacer movimientos inconfesables a plena luz del día, entonces basta con un saco de papas. Primer error. Llegué con mi buzo polvoriendo, mis zapatillas compradas en la época de colegio (juro que es cierto) y una polera que se ha salvado desde que tenía 15 años de ser paño de sacudir, y fue bastante similar a cuando el más nerd del highschool le confiesa su amor a la jefa de las porristas al lado del mariscal de campo: absolutamente todos me miraban con esa risita  maligna que hace que tu corazoncito se muera de a poco. Entonces, como a mí me gusta el bullying sólo cuando es autopropinado, partí a comprar una indumentaria que me ayudara a pasar desapercibida. Segundo error. Porque la sección de deportes evoca sin pudor los colores de Candy Crush en talla ultra XS, por lo que es imposible -repito IMPOSIBLE- usar colores que a) sean sobrios, b) sean combinables, c) no recuerden a las vitaminas C. Y tan apretadito. Inocentemente, cuando ya me conformé con el fucsia y el verde limón, busqué algo que no tenga las pretensiones de ser una segunda piel. Es que, si voy a ir al gimnasio es precisamente para hacer desaparecer aquellas redondeces que no quiero que se anden asomando por ahí, entonces ¿por qué recontra diablos estos genios de diseñadores sádicos y malditos se ganan los porotos creando ropa que no dejará absolutamente nada a la imaginación? ¿Y qué es esto de derrochar arribismo por ahí al creer que los chilenos tenemos cuerpo de nórdicos? ¿Por qué diablos hacen todo tan largo? "¿No hay ropa para gente normal? ¡Es la tiranía de los flacos, discriminan a los gordos!", grité en la tienda, mientras juraba y rejuraba que todos iban a empatizar con el horror que es parecer bombita de agua. Tercer error. Porque en el mundo del deporte todo es ultra cool y sin esfuerzo y a nadie parece importarle estas cosas tan loosers como sentirse incómodo o definitivamente idiota.

Han pasado algunas semanas y ya tengo archienemigos (mi chico guapo insiste que soy una especie de imán de archienemigos), a la cuales detesto con toda mi alma. Una es una maldita gusana: una cabra larguirucha e indolente, con su metro setenta, sus piernas kilométricas, su pelo largo y brillante, y su guata tan plana que se le marcaría si come un dulce. La odio. Porque mientras yo figuro en la elíptica transpirando hasta mis pensamientos a una velocidad tortuguesca y redactando en voz alta mi testamento; aparece ella, con esa ropa horrenda, que a ella sí le queda bien y, no contenta con eso, en vez de oler al fin del mundo huele a Ariel y Soft. La odio. Otra es una ridícula entusiasta, que disfruta toda esta tortura, que está a punto de morirse al llevar a su cuerpo a un extremo absurdo, pero con una sonrisa de placer la muy maldita. ¿Qué pasa con ella? Otro es la copia (in)feliz de Woody Allen: un enanito miserable (cómo tendrá que ser de tacuaco para que yo lo diga) y gritón, que se cree ultra especial y que habla con gestos exagerados y piensa que todos se tienen que reír de sus desvaríos y se cree el rey del lugar siendo completamente ridículo... (...quizás no sea tan desagradable después de todo).

En fin, el gimnasio es un lugar espeluznante y las endorfinas no son la maravilla que prometen ser. Por eso me invade una ira-profunda-dónde-está-mi-lazallamas cuando los amigos de lo políticamente correcto, la vida sana y todas esas patrañas, me hablan con tono condescendiente para repetir las maravillas del deporte y lo hermosamente hermoso que es mover las piernas. Como si esto fuera lo más natural del mundo -obvio que desde tiempos inmemoriales leones, monos y koalas se dedican una hora al día a subir y bajar las patas, levantando cocos cada vez más pesados- y no la consecuencia de tener que estar cerca de 50 años de nuestras vidas cuadrando el poto en un escritorio frente a un computador en horario de oficina (y también sonriendo como tarados, porque qué rico y viva el trabajo, sííííííííííííííííí), mientras nuestro cuerpo reciente la esclavitud inactividad, poniéndonos fofos y feos.


Sí, es una mierda

... pero ya será ese tema para más adelante.

20 dic 2015

Mujeres II (O sobre dos especímenes que debieran ser asesinados inmediatamente)

Lo he dicho hasta el cansancio, a riesgo de parecer que es mi único tema: las mujeres, con todo ese mundo ultra femenino y pelotudo, no son santas de mi devoción. Juro y re juro que prefiero un nido de serpientes de cascabel rabiosas y con hambre, antes que un grupete de féminas encantadoras y políticamente correctas. De hecho, me parece más plácido y atractivo pagar mis impuestos sin ningún atisbo de elusión, que un ambiente cargado de estrógeno (salvo que se trate de mis amigas, quienes se sienten cómodas con su maldad infinita y tienen la amabilidad de ser unas brujas descaradamente bestias, lo que se los agradezco por montones porque así no tengo que andar disimulando santidad).
Obvio que todas comentan que la rubia no es natural y que en verdad se llamaba Pedro
Entre toda la jungla de minas insufribles, hay dos tipos que me revientan, dos especímenes horrendos que debieran ser erradicados sin demora ni piedad. Son dos tipos de mujeres que me despiertan una ira profunda, en que su sola presencia hace que me hierva la sangre, se me eche a perder el día y me den ganas de golpearlas brutalmente o sacar un lanzallamas. Insisto. No son todas, sino que solo dos. Dejo fuera a la vieja caradura, a la pechoña, a la gorda pinochetista, a la militante bigotuda, a la mala madre y a la que se cree buena también, a la arribista, a la mandona, a la Espinita (conozco una y es insoportable, pero igual la dejo fuera), a la princesa, a las novias (todas insufribles: sépanlo ya, a nadie le importa que cambien el estado civil y las fifen legalmente), a la cotorra, la cobarde, la prepotente y la ultra buena, a la narcisista malvada (todas), la vanidosa y la que no tiene una gota de grasa (maldita, ya te haremos engordar), la hippie, la perfecta (muere, cerda), la loca, la jefa déspota, la controladora y la celosa, la fea sin pudor, la avasalladora, la cabra chica, la que se cree simpática, la fundamentalista, la cabra mañosa, la burócrata amargada, la chupamedia y la patética enamorada del jefe, la que le coquetea a los maridos ajenos y a los papás de las amigas, a la vieja alolada tóxica, la perna, la monja y la remilgada, la bruja no declarada y la que solo habla de sus niños (¡feos!)... y, en fin, una larga lista de etcéteras.

Lo que une a estas dos es que la reacción es siempre la misma: absoluta sorpresa ante los increíbles niveles a los que puede llevar: sólo tres letras, CTM.

La-mina-tonta-que-no-lo-sabe

Ojo, no tengo nada contra la estupidez. De hecho, en algunos contextos me parece francamente adorable y yo misma, más seguido de lo que quisiera, derrocho imbecilidad con un talento digno de profesional. La tontera de ciertos personajes públicos me resulta enternecedora y considero encantador cada vez que algunas abren sus boquitas y dicen algo fascinante que hace gala de sus orígenes de macaco.

Pero la-mina-tonta-que-no-lo-sabe es otra cosa. Por supuesto, la-mina-tonta-que-no-lo-sabe no lo es por no saber, porque obviamente no le podemos andar pidiendo a la gente que tenga absoluta conciencia y conocimiento del nivel que alcanza su idiotez. Pero siempre hay cierta sospecha de que, en realidad, uno no tiene dedos para todos los pianos, cosa que esta mina aún no se ha enterado y piensa, tonta ella, que puede intervenir en todos los bailes. Entonces se acerca con suma seriedad y absoluta falta de respeto, demostrando sin pudor su completa falta de capacidad para unir dos puntos. Dueña de una lógica sorprendente, resulta toda una aventura cada vez que abre la boca, porque es imposible anticipar qué tipo de pelotudez va a decir. Lo peor de todo es que todas las veces que me he topado con una de éstas -más de lo que mis nervios y escuálida paciencia son capaces de aguantar-, siempre siempre han tenido cierto tipo de poder.

La-mina-tonta-que-no-lo-sabe suele verse delatada por su cara de impávida tontera, que refleja su completa incapacidad para distinguir el día martes del color azul. Al principio uno la ve y, si bien Pepe Grillo avisa que no hay que darle ninguna oportunidad, ningún atisbo de beneficio de la duda, lo desprejuiciado está de moda, entonces uno igual la escucha, engañados por su apariencia de homo sapiens. Pero no, en esa cabecita no hay materia gris. No la hay. Pero el asunto no queda ahí, porque como decía, no es el inevitable torrente de imbecilidad lo empelotante, sino que el desparpajo y completa falta de pudor con que articula ideas que no pueden ser más que de antropológico interés.

Por supuesto, no tiene opinión, cosa de la que tampoco se ha enterado, pero curiosamente es lo más burra que hay, por lo que es imposible razonar con ella. No reconocería un matiz ni aunque su vida dependiera de ello y la humanidad podría extinguirse con rapidez si estuviera a su cargo. A ratos con ella, lo que corresponde es el enojo, otras veces es la sorpresa absoluta. Los médicos dicen que es peligroso para la salud tomarla en serio.

Ay, la amo

Mina jodida

Hace más o menos un año atrás estaba en un avión, un bus o un taxi (la ambigüedad es a propósito porque la historia es sorprendentemente real) y escucho la afligida voz de una mujer que se acaba de dar cuenta que perdió su iphone, botella de agua o corchetera (ídem). Resulta que en un acto de estupidez comprensible, empatizable y, sobre todo, absolutamente atribuible a su propia responsabilidad, había dejado el artilugio, digamos que en la cafetería del lugar de embarque (ok, no era un taxi). Con apuro y sin vergüenza tocó cuantas veces pudo el botoncito que llamaba al auxiliar o azafata. No contenta con eso, se paró de su asiento, caminó por el pasillo y volvió a sentarse al menos  tres o cuatro veces (su compañero de asiento, el pobre y anónimo desconocido que no tenía ningún pito que contar en esta historia, no dijo nada, lo que daba risa). Entonces cuando llegó la adorable y estupenda señorita auxiliar (ok, tampoco era un bus) a pedirle a la energúmeno que por favor se siente, le plantea que ha perdido su iphone, botella de agua o corchetera y que es fundamental volver a la cafetería en cuestión para recuperar tan indispensable objeto, atraso que por supuesto, cómo no, todos los demás pasajeros iban a considerar razonable. Quise escupir a la azafata cuando enganchó con el dolor-tozudez-maleducación de la mujer en cuestión y la llevó donde el piloto con la esperanza de que el admirable-cristiano-que-durante-una-hora-tendría-literalmente-nuestra-vida-en-sus-manos pudiese dar alguna respuesta (es importante comentar que a estas alturas el avión se encontraba por partir a la pista). Ignoro qué habrá ocurrido en la cabina de piloto, pero a juzgar por la indignación de la bestia en cuestión al volver y que el avión ya se movía, asumo que no fue la respuesta favorable que, obviamente, esperaba. Ya en el aire, volvió la sinfonía de timbrazos a la azafata, a quien le vociferaba la responsabilidad de la línea aérea en la recuperación de su iphone, botella de agua o corchetera, exigiendo que el piloto se comunique con la torre de control, para que ellos se comuniquen con el counter de Lan, para que envíen a un emisario que vaya a ver en el asiento de la ventana de la cuarta mesa de la cafetería si acaso estaba por ahí el iphone, botella de agua o corchetera. Lo mínimo, obvio. Y como la gente de Cueto no tiene más responsabilidad que velar por las chiquilladas de sus clientes, la pobre y bien maquillada azafata hubo de volver donde el capitán para que dirija parte de su atención destinada a llevarnos a salvo a destino, a indagar qué diantres fue del artefacto en cuestión. Hubo muchos dimes y diretes, rasgaduras de vestidos, algo de llanto y argumentos incomprensibles. Finalmente, el asunto terminó en una carta de reclamo de más de cuatro planas (tuvo que ocupar los márgenes para manifestar su indignación), la que escribió con pulso tembloroso y boca apretada (sí, mirar todo esto era mucho más entretenido que leer la revista del avión o dedicarme a cualquier cosa concerniente a mi propia vida).

¡¿Qué onda esta mina?! ¿Qué descalabro hormonal o de neurotransmisores motivó todo esto? ¿Qué diablos pasa por la cabeza de estas minas que creen tener la razón cuando alegan que los planetas no giran alrededor suyo? Y más importante aún, a riesgo de que las feministas me acusen de bestia, ¿cómo es que nadie nunca les ha propinado el merecido combo de hocico que a gritos piden que les den?


CTM...


Ah. Nunca hubo botella de agua ni corchetera: era un iphone.



1 dic 2014

Dietas (O sobre por qué odio a Newton y su ley de acción y reacción)

En una de esas absurdas y memorables conversaciones de sobremesa dominguera, en que ya se sentían los efectos del vino y filosofando sobre las maravillas de estar en este lugar de la cadena alimenticia y no en el del pollo que acabábamos de comer, hablábamos sobre cosas tan serias y trascendentes como el destino de Jocelyn-Holt y los misterios de la campana de goma. En eso estábamos cuando uno de nosotros, con la profundidad y agudeza que lo caracteriza, preguntó cuál sería el súper poder que nos gustaría tener. Mientras los hombres decían estupideces como volar, controlar mentes y convertir el papel en billetes de 100 dólares, yo pensé que el mejor de todos es, por lejos, el súper poder de comer y no engordar.

Ya, sí sé que eso existe y que no es la última maravilla, sino que es una enfermedad terrible y que los niños en África, y que la opresión a la mujer, y que cosa más espantosa que la frivolidad de esta niñita ¡caray! Pero digan lo que digan, prefiero mil veces parecerme a Kate Moss que ser la versión chilena de Miss Piggy.
 
 
 
 
Sí, bueno, no sé, la encontré notable
 
 
El problema es que lo que engorda es mil veces más tentador que lo que no, porque si las manzanas fueran tan extraordinarias como nos quieren hacer creer los hipsters, la raza humana -con su instinto de flojera infinito- no se habría dado la molestia de inventar helados, pastelitos y chocolates. Creo firmemente que entre más calórico es un alimento más delicioso es (salvo las sandías que son la maravilla-máxima-de-la-creación-de-aquí-a-la-eternidad-muera-quien-diga-lo-contrario, razón por la que me paso 10 meses al año con un antojo incontrolable y un vacío en el corazoncito). Pienso que el bendito creador del suspiro limeño es un genio digno de adoración, cuyo natalicio debiera celebrarse con un feriado de tres días; que el pastel de jaiba es lo más brillante que se inventó después de la rueda; que entre más maloliente y putrefacto es un queso más delicioso resulta; que no vale la pena vivir en un país sin paltas, chirimoyas ni manjar, y que los helados son mucho más efectivos contra la depresión que el Prozac. Estoy convencida que la forma más gloriosa de honrar la vida de una vaca es por medio de un asado generoso y que ser vegetariano es un desaire imperdonable a la creación de Dios y debiera ser castigado sin piedad por no respetar las leyes de la naturaleza (¡prefiero un hijo narco antes que uno vegetariano!).
 
 
 
Hola mi amor
 
Lamentablemente para mí, mi metabolismo -gracias al hipotiroidismo herencia de mi madre... gracias mamá, de verdad, gracias...- se mueve con la velocidad y pasión de funcionario del Registro Civil con gripe a las 5 de la tarde, y engordo con solo pensar en comida. No me ayuda mucho mi escuálida fuerza de voluntad y las palabras prudencia y moderación son para mí conceptos tan raros como podrían serlo honestidad y probidad para Guido Girardi. Es que hay que admitir que un chocolatín después de almuerzo es una acción tan tentadora e irresistiblemente pecaminosa como lo es para los honorables subirse el sueldo cada cierto tiempo.
 
Por suerte para mí, sí, soy una estúpida, de repente se me prende la neurona-anoréxica-cuenta-calorías y me subo a la pesa para llorar desconsolada ante los estragos cometidos. Entonces me doy cuenta que frente a mí se encuentra la bifurcación fundamental: dieta-militar-ni-los-nazis-fueron-tan-extremos o ser la doble de la tía Sonia.
 
 
 
 
Le tengo más susto a ella que al SII
 
 
 
Entonces empieza la horrenda cruzada para lograr el noble fin de abandonar la morbidez y volver a los dominios de la talla confesable. Y mi refrigerador, ante la mirada atónita e impotente de mi hermoso ser humano (sí, amor mío, dijimos que en las buenas y en las malas... y éstas son las malas) se convierte en un jardín insípido, lleno de pastito, brotes raros y verduras de inconfesable sabor, causales todos de suicidio. Y elimino también el fiel y compañero vinito blanco que me escucha rabiar cuando vuelvo de la oficina, único ser que me encuentra toda la razón porque yo soy genial y el resto aprendices de idiotas. Y me pregunto en qué diablos estaba pensando cuando dejé de fumar, porque ¡qué diantres hago ahora con las manos! De a poco, muy de a poco, me empieza a cubrir un ánimo sombrío y malvado, me baja el instinto asesino y me dan ganas de estrangular a todas las patilargas flacuchas y felices. Porque ponerse a dieta, lejos de ser una oda a la salud y dar vitalidad y alegría al cuerpo, lejos de ser esa especie de paraíso perdido y fantabuloso en que te das cuenta cuánto amas la vida y lo afortunada que eres de estar conviviendo con los pajarillos y las mariposas, porque sientes que has florecido en un mundo de paz y amor, lejos de todo eso, estar a dieta es una de esas experiencias malditas e irascibles, bastante similar a lo que sería que a tu estúpido y pre adolescente vecinito le regalen una gaita.
 
 
 
 

¡¿Dónde está mi fusil?!

 
 
 
Acá la cosa se empieza a poner compleja porque con esto de las maravillas del internet hay información para lo que se pida, toda completamente contradictoria y enredada, así como clase de religión en colegio de Los Legionarios. Que los carbohidratos no; que sí, pero sin proteínas; que las verduras tienen que ser de 3 colores; que no hay fórmulas mágicas; que sí; que la palta es veneno; que es lo mejor que te ha pasado en tu vida. Entonces resulta que uno hace una cosa y mete las patas, que hace otra y las mete de nuevo, porque hay toda una pseudo-ciencia-medio-charlatanesca-medio-de-verdad (como la psicología) de cómo es la cuestión y si los animales lo saben por instinto, buena suerte la de ellos porque, pucha-qué-mala-suerte, con el humano es distinto. Es que si usted pensó que el asunto es cerrar la boca no más y que la biología haga lo suyo, así como lo hicieron nuestras abuelas y las abuelas de nuestras abuelas, está muy equivocado ignorante lector. Porque hay una serie de inimaginables datos que uno nunca habría pensado, y que sospecho que dan lo mismo, que los nutricionistas están dispuestos a contarte por la módica suma de 50 mil la consulta-ni-te-creas-que-es-reembolsable-por-tu-Isapre-tirana.
 
Una vez fui a una nutricionista de esas que salen en el matinal y que son ultra divas por lo que hay que matar a un cristiano para conseguir una hora con ellas. Y juro que la susodicha-ultra-eminencia estaba más loca que yo y mi madre juntas. Claro, porque yo, toda cándida y linda criatura, fui con el corazón en la mano para pedirle a esta fuente de sabiduría infinita, oh buena e iluminada mujer, que me dé parte de su conocimiento para llevar una vida en armonía con la cadena alimenticia y un cuerpo sano y todas esas cosas medio hippie de hace algunos años atrás (hippiedades por las que terminé yendo de viaje a Bolivia: si quiere lamentarse de mi infortunio, lea Vacaciones del Terror). Y la mina-soy-ultra-empática-pero-nica-te-atiendo-a-la-hora me dio una especie de recetario ultra específico y detallista, supuestamente personalizado, que tenía que seguir al pie de la letra, porque sino ocurrirían cosas calamitosas como el rearme de la Unión Soviética y un rebrote del Ébola. Obvio que me dio una dieta imposible de seguir, porque era absolutamente incompatible con una vida normal. Era como tener ingeniería metida en mi cocina, con mezclas insólitas y poco apetecibles, con razonamientos tan extraños como que si le ponía vinagre a la manzana iba a poder comer más (¡qué diantres es eso!) de no sé qué cosa, pero mucho cuidado que no sea después del quincuagésimo snack de la media tarde, porque sino se activa la no sé cuantito y recuperas todos los kilos más el reajuste del IPC.
 
 
 

Así de intrincado era el asunto

 
 
Lo otro son las recetas mágicas, que por supuesto que son absolutamente ridículas y hasta dan un poco de vergüenza confesarlas. Pero ahí está una, haciendo caso omiso del propio CI, comiendo chía a pie pelado durante cuatros días seguidos, antes de la luna llena, porque obvio que si la luna tiene un influjo en el océano, lo va a tener también en toda esa grasa que religiosamente acumulamos: es de una lógica impecable. Y no faltan los secretos de la naturaleza que la tía Cucha, seguramente en venganza de tu niñez-destroza-todo, amablemente te ofrece (para no decirte directamente que se compadeció de ti, maldito cúmulo de cochinadas): que toma jugo de alcachofa; que agüita de patita de gato; que si escondes un anillo de oro bajo la cama de tu hijo menor bajarás el doble.
 
Ahora estamos en diciembre, ya hay calorcito y se vienen las vacaciones, por lo que miente descaradamente aquella mujer que, con aire despreocupado y ultra cool, dice que está comiendo lechuga porque es más fresquito; miente la que cambió el pisco sour por champañita porque es más rica; y sin ninguna duda miente la que dice que el bikini nunca ha sido tema para ella (salvo que en verdad sea una maldita afortunada de cuerpo glorioso impune a la biología). Eso sí, no hay nada más desquiciante que la flacucha preocupada por el medio gramo de pellejo imaginario que tiene por ahí: si usted es una de ésas, por favor cállese y deje que las demás vivamos esta insoportable e iracunda época de inanición en paz.