En una de esas absurdas y memorables conversaciones de sobremesa dominguera, en que ya se sentían los efectos del vino y filosofando sobre las maravillas de estar en este lugar de la cadena alimenticia y no en el del pollo que acabábamos de comer, hablábamos sobre cosas tan serias y trascendentes como el destino de Jocelyn-Holt y los misterios de la campana de goma. En eso estábamos cuando uno de nosotros, con la profundidad y agudeza que lo caracteriza, preguntó cuál sería el súper poder que nos gustaría tener. Mientras los hombres decían estupideces como volar, controlar mentes y convertir el papel en billetes de 100 dólares, yo pensé que el mejor de todos es, por lejos, el súper poder de comer y no engordar.
Ya, sí sé que eso existe y que no es la última maravilla, sino que es una enfermedad terrible y que los niños en África, y que la opresión a la mujer, y que cosa más espantosa que la frivolidad de esta niñita ¡caray! Pero digan lo que digan, prefiero mil veces parecerme a Kate Moss que ser la versión chilena de Miss Piggy.
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Sí, bueno, no sé, la encontré notable |
El problema es que lo que engorda es mil veces más tentador que lo que no, porque si las manzanas fueran tan extraordinarias como nos quieren hacer creer los hipsters, la raza humana -con su instinto de flojera infinito- no se habría dado la molestia de inventar helados, pastelitos y chocolates. Creo firmemente que entre más calórico es un alimento más delicioso es (salvo las sandías que son la maravilla-máxima-de-la-creación-de-aquí-a-la-eternidad-muera-quien-diga-lo-contrario, razón por la que me paso 10 meses al año con un antojo incontrolable y un vacío en el corazoncito). Pienso que el bendito creador del suspiro limeño es un genio digno de adoración, cuyo natalicio debiera celebrarse con un feriado de tres días; que el pastel de jaiba es lo más brillante que se inventó después de la rueda; que entre más maloliente y putrefacto es un queso más delicioso resulta; que no vale la pena vivir en un país sin paltas, chirimoyas ni manjar, y que los helados son mucho más efectivos contra la depresión que el Prozac. Estoy convencida que la forma más gloriosa de honrar la vida de una vaca es por medio de un asado generoso y que ser vegetariano es un desaire imperdonable a la creación de Dios y debiera ser castigado sin piedad por no respetar las leyes de la naturaleza (¡prefiero un hijo narco antes que uno vegetariano!).
Lamentablemente para mí, mi metabolismo -gracias al hipotiroidismo herencia de mi madre... gracias mamá, de verdad, gracias...- se mueve con la velocidad y pasión de funcionario del Registro Civil con gripe a las 5 de la tarde, y engordo con solo pensar en comida. No me ayuda mucho mi escuálida fuerza de voluntad y las palabras prudencia y moderación son para mí conceptos tan raros como podrían serlo honestidad y probidad para Guido Girardi. Es que hay que admitir que un chocolatín después de almuerzo es una acción tan tentadora e irresistiblemente pecaminosa como lo es para los honorables subirse el sueldo cada cierto tiempo.
Por suerte para mí, sí, soy una estúpida, de repente se me prende la neurona-anoréxica-cuenta-calorías y me subo a la pesa para llorar desconsolada ante los estragos cometidos. Entonces me doy cuenta que frente a mí se encuentra la bifurcación fundamental: dieta-militar-ni-los-nazis-fueron-tan-extremos o ser la doble de la tía Sonia.
Entonces empieza la horrenda cruzada para lograr el noble fin de abandonar la morbidez y volver a los dominios de la talla confesable. Y mi refrigerador, ante la mirada atónita e impotente de mi hermoso ser humano (sí, amor mío, dijimos que en las buenas y en las malas... y éstas son las malas) se convierte en un jardín insípido, lleno de pastito, brotes raros y verduras de inconfesable sabor, causales todos de suicidio. Y elimino también el fiel y compañero vinito blanco que me escucha rabiar cuando vuelvo de la oficina, único ser que me encuentra toda la razón porque yo soy genial y el resto aprendices de idiotas. Y me pregunto en qué diablos estaba pensando cuando dejé de fumar, porque ¡qué diantres hago ahora con las manos! De a poco, muy de a poco, me empieza a cubrir un ánimo sombrío y malvado, me baja el instinto asesino y me dan ganas de estrangular a todas las patilargas flacuchas y felices. Porque ponerse a dieta, lejos de ser una oda a la salud y dar vitalidad y alegría al cuerpo, lejos de ser esa especie de paraíso perdido y fantabuloso en que te das cuenta cuánto amas la vida y lo afortunada que eres de estar conviviendo con los pajarillos y las mariposas, porque sientes que has florecido en un mundo de paz y amor, lejos de todo eso, estar a dieta es una de esas experiencias malditas e irascibles, bastante similar a lo que sería que a tu estúpido y pre adolescente vecinito le regalen una gaita.
Acá la cosa se empieza a poner compleja porque con esto de las maravillas del internet hay información para lo que se pida, toda completamente contradictoria y enredada, así como clase de religión en colegio de Los Legionarios. Que los carbohidratos no; que sí, pero sin proteínas; que las verduras tienen que ser de 3 colores; que no hay fórmulas mágicas; que sí; que la palta es veneno; que es lo mejor que te ha pasado en tu vida. Entonces resulta que uno hace una cosa y mete las patas, que hace otra y las mete de nuevo, porque hay toda una pseudo-ciencia-medio-charlatanesca-medio-de-verdad (como la psicología) de cómo es la cuestión y si los animales lo saben por instinto, buena suerte la de ellos porque, pucha-qué-mala-suerte, con el humano es distinto. Es que si usted pensó que el asunto es cerrar la boca no más y que la biología haga lo suyo, así como lo hicieron nuestras abuelas y las abuelas de nuestras abuelas, está muy equivocado ignorante lector. Porque hay una serie de inimaginables datos que uno nunca habría pensado, y que sospecho que dan lo mismo, que los nutricionistas están dispuestos a contarte por la módica suma de 50 mil la consulta-ni-te-creas-que-es-reembolsable-por-tu-Isapre-tirana.
Una vez fui a una nutricionista de esas que salen en el matinal y que son ultra divas por lo que hay que matar a un cristiano para conseguir una hora con ellas. Y juro que la susodicha-ultra-eminencia estaba más loca que yo y mi madre juntas. Claro, porque yo, toda cándida y linda criatura, fui con el corazón en la mano para pedirle a esta fuente de sabiduría infinita, oh buena e iluminada mujer, que me dé parte de su conocimiento para llevar una vida en armonía con la cadena alimenticia y un cuerpo sano y todas esas cosas medio hippie de hace algunos años atrás (hippiedades por las que terminé yendo de viaje a Bolivia: si quiere lamentarse de mi infortunio, lea Vacaciones del Terror). Y la mina-soy-ultra-empática-pero-nica-te-atiendo-a-la-hora me dio una especie de recetario ultra específico y detallista, supuestamente personalizado, que tenía que seguir al pie de la letra, porque sino ocurrirían cosas calamitosas como el rearme de la Unión Soviética y un rebrote del Ébola. Obvio que me dio una dieta imposible de seguir, porque era absolutamente incompatible con una vida normal. Era como tener ingeniería metida en mi cocina, con mezclas insólitas y poco apetecibles, con razonamientos tan extraños como que si le ponía vinagre a la manzana iba a poder comer más (¡qué diantres es eso!) de no sé qué cosa, pero mucho cuidado que no sea después del quincuagésimo snack de la media tarde, porque sino se activa la no sé cuantito y recuperas todos los kilos más el reajuste del IPC.
Lo otro son las recetas mágicas, que por supuesto que son absolutamente ridículas y hasta dan un poco de vergüenza confesarlas. Pero ahí está una, haciendo caso omiso del propio CI, comiendo chía a pie pelado durante cuatros días seguidos, antes de la luna llena, porque obvio que si la luna tiene un influjo en el océano, lo va a tener también en toda esa grasa que religiosamente acumulamos: es de una lógica impecable. Y no faltan los secretos de la naturaleza que la tía Cucha, seguramente en venganza de tu niñez-destroza-todo, amablemente te ofrece (para no decirte directamente que se compadeció de ti, maldito cúmulo de cochinadas): que toma jugo de alcachofa; que agüita de patita de gato; que si escondes un anillo de oro bajo la cama de tu hijo menor bajarás el doble.
Ahora estamos en diciembre, ya hay calorcito y se vienen las vacaciones, por lo que miente descaradamente aquella mujer que, con aire despreocupado y ultra cool, dice que está comiendo lechuga porque es más fresquito; miente la que cambió el pisco sour por champañita porque es más rica; y sin ninguna duda miente la que dice que el bikini nunca ha sido tema para ella (salvo que en verdad sea una maldita afortunada de cuerpo glorioso impune a la biología). Eso sí, no hay nada más desquiciante que la flacucha preocupada por el medio gramo de pellejo imaginario que tiene por ahí: si usted es una de ésas, por favor cállese y deje que las demás vivamos esta insoportable e iracunda época de inanición en paz.
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