22 nov 2014

Terror en las alturas (O sobre el pánico que me dan los aviones)

La semana pasada (bueno, ya ni tan pasada, porque me he demorado mil años en escribir estos párrafos) surgió en mi oficina un viaje de trabajo, por lo que tuve que ir flash a Punta Arenas. Y obvio que me anduve encandilando con tanto kilómetro Lanpass que ni pensé en la logística del asunto. Entonces me las di de súper cool y mostrando férreo compromiso con la empresa y su política de ahorremos-costos-y-compremos-lápices-boc, tomé los vuelos con los horarios más nefastos del planeta Tierra, para ir y volver a las puertas de la Antártica (porque se pasó que es lejos, ¿cómo diablos se le ocurrió a la gente irse a vivir para allá con tanto frío y viento?) a precio huevo en poquito más de 24 horas.
 
 
 
Más lejos que la contumelia

 
Pero más allá de los horrores de pegarme estos trotes a mi avanzada edad (Ver Cumplir 30 ), lo que aún (sí, aún) me tiene al borde del suicidio y con 40 puntos menos de CI, no consideré un pequeño gran detalle fundamental para este tipo de hazañas: le tengo pánico a los aviones y no es broma que siempre antes de subirme a uno redacto un escuálido y pobre testamento, legándole a mi familia mis cuatro plantas semi marchitas y los tres tristes pesos que tengo en el banco.
 
Y sí, yo sé que es más probable morir aplastada por Godzilla que estar en un accidente de avión y que las medidas de seguridad rayan con lo ridículo, pero me da cuco igual. Quizás todo esto sea culpa de mi morbosa fascinación por las películas de catástrofes en que la azafata mala siempre sale volando por los aires y la buena se dedica a lo Rambo a salvar niños y abuelitos zopencos incapaces de abrocharse el cinturón de seguridad.
 
El asunto es que siempre que estoy en el counter subiendo las maletas (sí, porque la coherencia no se me da y viajo harto) estoy segura que soy la heroína (obvio) de una de esas películas de bajo presupuesto y miro a las demás personas de la fila como si fueran los personajes secundarios con mini historias poco importantes en el dramón infernal que estamos empezando a protagonizar. De hecho, casi podría jurar que, cuando estamos avanzando en la fila con cara de inocentes-aún-no-sabemos-que-el-avión-se-partirá-en-mil-pedazos, todavía aparecen las letritas de los créditos iniciales.  




No hay ninguna posibilidad que piense en algo así

 
Y siempre siempre que estoy en la fila para subirme al avión me las doy de Yolanda Sultana con poderes mágicos y juro y re juro que ahora sí que sí tengo un presentimiento súper claro y poderoso de que un pajarito inoportuno se meterá en las turbinas y caeremos en picada gritando como bestias. Por suerte para mi bolsillo, y reputación, la vergüenza me la gana y nunca he hecho un espectáculo merecedor de la poco digna camisa de fuerza. Bendita coerción social.
 
Entonces me subo al avión, mientras mi mini-me interior grita como desquiciada y me surge esa imperiosa necesidad de tomar whisky como si fuera agüita mineral, pero poniendo cara de soy-una-mujer-cool-y-con-mucho-mundo: dignidad ante todo. Y trato, nótese, trato, de sentarme, porque, aquí viene mi queja SERNAC, ¿qué pasa con LAN y su política de optimizar recursos? Yo soy tamaño hobbit y juro que apenitas puedo acomodar mi metro y poco de estatura en esos minúsculos asientos, y ni pensar de cosas tan lujosas y burguesas como dormir un poquito: comodidad 100% Transantiago.



Los genios de Lan que nos llevan a pensar que ésta es una postura cómoda


Y volviendo a la historia, íbamos exactamente así, con el matiz que me toca al lado la reina de la empatía, quien con el tacto y delicadeza de una motosierra, después de hablar hasta por los codos y contarme sobre su ex pololo, su jefa, su mamá y su vecina, sin siquiera parar para respirar, me cuenta que ha ido mil veces a Punta Arenas y que el vuelo se siente similar a ser una bolita dentro de una centrifugadora. Entonces recordé a mi madre que en tiempos antiguos me comentó, como quien no quiere la cosa, que el único accidente que ha tenido LAN es en Punta Arenas porque, obvio-cómo-diablos-no-lo-pensé-antes, el viento es cosa seria. Y si no me puse a llorar como niñita ahí mismo fue porque me había puesto una cantidad estúpida de rimel y no quería que cuando encontraran mi cuerpo entre los escombros del avión -porque evidentemente se iba a caer- me vieran con la pintura toda corrida. Como dije, dignidad ante todo.



Los tengo a todos engañados con mi cara cool: me sale igualita


El punto es que asustadísima por los vaticinios de la malvada criatura sentada a mi lado (la muy yegua me dijo que el avión se azotaba: usó la expresión SE AZOTABA!!), sumados a las advertencias de una encantadora compañerita de oficina, quien con suma delicadeza me detalló sin ningún tipo de decente censura lo mucho que chilló y lloró volando a Punta Arenas (si por esas cosas de la vida estás leyendo esto, te odio...)
 
Ni qué decir el terror que me dio cuando esta caja fósforos con alas agarró vuelo y se escucharon los motores a todo trapo, sonando a más no poder. Cualquier persona normal o con un mínimo de ubicatex en el cuerpo, se va mirando por la ventana o leyendo un libro o cantando tararí-tarará con despreocupación, mientras las personas que saben del asunto, y que han pasado miles de horas entrenando para que el pedazo de metal con gente vuele como los pajaritos (el milagro más impresionante después de ese de las bodas de Canaán), hagan lo suyo. Pero no, yo me voy con el cuerpo apretado y más concentrada que ajedrecista, pendiente de cualquier ruidito extraño que pueda haber. Porque obvio que en ese momento me las doy de doctorada en aviación y levanto la oreja, importándome un comino que no tengo ni la más mínima idea de estas cosas, y que no sabría distinguir un despegue normal de una explosión fulminante. Y todo esto con la yegua de mi compañerita de asiento que no paraba de filosofar sobre las vicisitudes del maní y reírse de sus tallas (nadie que se ría de sus propias tallas merece vivir).

El resto del vuelo fue bastante tranquilo, salvo por (obvio) mi compañerita que recién a la altura de Temuco tuvo la delicadeza de dejar de parlotear. La llegada a Punta Arenas tampoco fue la súper ultra batidora que me habían prometido, lo que fue un pequeño problema porque, en mi alma de Anna O., tenía redactado un final espectacular, en que el avión se agitaba más violento que vibrador de solterona Opus Dei, y todos gritaban aterrados, mientras producto de los vientos el avión se iba en caída libre y el piloto nos pedía por altoparlantes que rezáramos a cualquier dios que conociésemos. La verdad es que mi final era de lujo y completamente desinhibido, producto de la cantidad de piticlines que tenía en el cuerpo, sumado a mi siempre apañadora petaca para situaciones extra difíciles de las que no me quiero acordar (porque yo había jurado que ese vuelo nica lo hacía sobria).

Así que fue, más que nada, una desilusión la llegada, cosa que mi hermoso ser humano no me podía creer cuando le conté estando ya en tierra, mientras se tomaba la cabeza a dos manos sin entender el nivel de locura que le estaba contando.

 

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