Hace varios años, cuando TVN incursionaba tímidamente en el mundo de las teleseries nocturnas y sus tramas no eran todavía una sumatoria incansable de psicópatas-asesinos-pedófilos, hubo una que se llamó "Los Treinta", en que se mostraban las aventuras de cuatro matrimonios amigos ultra-cachilupis-y-exitosos. Y yo pensaba, con la ingenuidad de una chiquilla universitaria, que los treinta obvio que tenían que ser una época estupenda en que el mundo está a tus pies y te sientes un agradecido de la vida mientras ves correr conejillos juguetones y rosados en el inmenso jardín de tu casa por la que, obviamente, no estás endeudado hasta la eternidad.
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Tiempos ingenuos en que una pechuga era lo más sórdido que se veía en televisión |
Pero 9 años después la realidad, con esa dulzura y suavidad que la caracteriza, me ha mostrado que las cosas son un poquito diferentes a lo que muestra TVN, y que los 30, lejos de ser esa continuación fantabulosa de la adolescencia, pero ahora sin espinillas ni uniforme de colegio, tiene ligeros sinsabores con los que no contaba.
Un poquito de contexto por acá. Resulta que por estos días estuve de cumpleaños y -oh, sorpresa y originalidad- cumplí 30 (apuesto que no lo veía venir señor lector). La verdad de las cosas es que me gusta cumplir años, sobre todo porque es un día en que el universo se centra en mí, la fuerza de gravedad funciona en mi honor, todos los semáforos están en verde para mi deleite y las calorías no cuentan. ¡Día feliz! Además que me gusta esto de parecer mayor y no tener que andar ganándose el respeto de nadie. Pero este año las cosas han sido distintas: este año sentí el peso implacable del paso del tiempo. Por su puesto que no se trata de una epifanía a lo Dr. House, sino que de una serie de mini eventos, de dudosa importancia; una sumatoria de situaciones que de repente te van sorprendiendo, de a poquito; un compilado de cambios minúsculos e imperceptibles que sumados tienen la misma sutileza de un piano reventándose en la calle.
Un poquito de contexto por acá. Resulta que por estos días estuve de cumpleaños y -oh, sorpresa y originalidad- cumplí 30 (apuesto que no lo veía venir señor lector). La verdad de las cosas es que me gusta cumplir años, sobre todo porque es un día en que el universo se centra en mí, la fuerza de gravedad funciona en mi honor, todos los semáforos están en verde para mi deleite y las calorías no cuentan. ¡Día feliz! Además que me gusta esto de parecer mayor y no tener que andar ganándose el respeto de nadie. Pero este año las cosas han sido distintas: este año sentí el peso implacable del paso del tiempo. Por su puesto que no se trata de una epifanía a lo Dr. House, sino que de una serie de mini eventos, de dudosa importancia; una sumatoria de situaciones que de repente te van sorprendiendo, de a poquito; un compilado de cambios minúsculos e imperceptibles que sumados tienen la misma sutileza de un piano reventándose en la calle.
Es que a los 30 ya se tienen alrededor de 5 años de experiencia laboral en el cuerpo, lo que implica dos cosas: por un lado, un hermoso y simpático poder adquisitivo -si se tiene suerte cada vez menos tímido. Además los bancos-buitres te acosan como actor de Hollywood ofreciéndote el oro y el moro, explicándote que eres un cliente súper-duper-especial, por lo que el mismo gerente general dio la orden de que se te ofrezca la nueva tarjeta de crédito con un cupo realmente estúpido en pesos, dólares y euros, ofreciéndote mini premios y zanahorias para que gastes con vocación de Transantiago. Y tu, joven idealista. comprometido con la sociedad y el bienestar del mercado -además que digámoslo, recién a los 30 puedes reconocer que la piscola es harto mala y que los gustos caros son mil veces mejor-, te abocas a la noble tarea de hacer zumbar el plastiquito con dibujos que tu ejecutivo tuvo la cortesía de mandarte y le haces caso a todas las críticas gourmet de las revistas, a todas las recomendaciones de tus amigos, y te conviertes en el hijo pródigo del marketing, porque para ti todos los días te mereces un premio y si no gastas como condenado ¿para qué diablos trabajas, caray?. Pero entonces llega el día en que el banco -maldito avaricioso- te manda amablemente el estado de cuenta de tu tarjeta, la que bien podría estar escrita en chino mandarín avanzado porque te resulta más imbricada y compleja que pregunta de Fernando Paulsen, con un número exorbitante y completamente ridículo que te hace perturbar la paz de tu oficina con tus gritos de angustia y dolor (juro que nunca ha pasado en la vida real). Entonces, víctima de la amnesia económica, buscas dónde diablos está el error porque estás convencido que has actuado con austeridad franciscana y te preguntas en qué minuto gastaste una suma similar a la deuda externa de Argentina, en qué clase de bestia irresponsable te has convertido y por qué carajo tu apellido no es Matte. Y mientras la culpa te carcome, juras y re juras que nunca jamás volverás a ser tan imprudente, que vas a anotar religiosamente tus gastos en una planilla Excel, que vas a ser más ordenado y riguroso que administrativo del SII. Y entonces la conoces y te sientes grande: bienvenida caña financiera.
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(Mi amor, si estás leyendo, esto NUNCA le ha pasado a tu ordenada mujercita) |
Por otro lado, la otra consecuencia de tu incipiente curriculum es que has sido durante 5 años el último eslabón de la cadena alimenticia. Durante este tiempo, mientras te esforzabas por alejarte de la indignidad y mequetrefería del alumno en práctica, destinaste tus mejores años para que tu jefe todopoderoso pose sus misericordes ojos en tu indigna humanidad y te dé tareas más desafiantes que servir café y comprar los útiles escolares de sus hijos, y no te diste cuenta que ya no eres ese lindo universitario capaz de correr maratones con exorbitante entusiasmo. Me faltan vacaciones, dices, estoy un pelín cansado, respondes. Y te pillas prefiriendo tus pantuflas al súper taquillero after office, odiando a tus amigos irresponsables que todavía celebran su cumpleaños en día hábil. Pero no te das cuenta de nada hasta que te sorprendes gritándole por el balcón a tu vecinito y sus amigas que bajen la música o llamarás a los pacos, que es jueves, que esta juventud es tan irresponsable, que algunos trabajamos para que le sociedad funciones cabro de la contumelia... ¡dónde está mi fusil! Entonces caes y te das cuenta que no es que estés cansado, no es que estés trabajando como niño vietnamita, sino que tu cuerpo ya no aguanta cómo antes. Y recuerdas esa mañana, tras una inocente noche de pisco sour, que pensaste que estabas con Ébola y morirías. Y notas tus negras ojeras colonizando tu cara. Y sientes que tu cuerpo se resiste ante la idea de trasnochar un día martes.
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Justo el día de la presentación al directorio |
Porque aquí viene la triste noticia: a los 30 se acaba el cuerpo glorioso y la caña aparece multiplicada por todos esos años de irresponsable ebriedad y exceso. De a poco te das cuenta que hay cosas que ya no puedes hacer: tratas de correr y te sientes tan ágil como una iguana, tratas de saltar y te das cuenta que apenas te moviste un par de centímetros gordo insulso. Empiezas a conocer el dolor de espalda y de cuello y de brazos y de piernas, y el doctor te manda a hacer exámenes de órganos que no sabías que existían, mientras miras con cara de incredulidad y te sientes como una chiquilla de doce. Pero lo peor viene cuando tratas de adelgazar esos kilitos insolentes que subiste sin darte cuenta mientras seguías comiendo las mismas cochinadas que siempre consideraste inocuas para la salud. Porque antes con una pequeña dosis de disciplina y activando levemente la neurona anoréxica, lograbas bajar con la misma velocidad con que se ha desacelerado la economía. Ahora no. Ahora hay que tener cuidado y empezar a inventarte que las ensaladas son lo más tentador del planeta y las comidas insulsas una bendición del Señor.
Pero eso no es todo, porque mientras te levantas para ir a trabajar, arrastrando tu cansado y ligeramente gordo cuerpo al baño, analizando las distintas opciones para suicidarte sin dolor, la ves: ahí está, insolente y descarada, blanca y brillante la muy maldita, la que llegó para quedarse. Ya te habían salido otras canas y hasta te había dado un poquito de risa, pero esta es la primera gota que anuncia la lluvia, porque es la que te avisa que de ahí en adelante todo será cuesta abajo. Y con ojos rojos te miras al espejo y no puedes creer que ese ser horrendo y deslavado usa tu piyama.
Entonces ese mismo día llega la nueva adquisición de tu empresa: Pelafustancito Jr., el joven entusiasta recién egresado que viene con sus títulos y magísters, con sus ideas y entusiasmo, y que desde ahora serivá el café. Es apenas unos años menor que tú, pero se ve inverosímilmente colegial, con espinillas, con cara de guagua y pinta de guagua y todo de guagua. Usa palabras raras que no le entiendes y habla de lugares que nunca habías escuchado. Se ríe de cosas que te parecen estúpidas y no se ríe de tus bromas geniales.
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Imposible no detestarlo |
Y de nuevo caes, no es culpa de la juventud, tú has cambiado.
Entonces, todo empieza a encajar y te das cuenta que el tiempo pasa, pero...
... lo peor
...es que cada día te pareces más a tu madre.
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