23 jun 2014

Brujas (O sobre cómo me encanta el descaro de las malvadas)

Hace algunas semanas fui a ver Maléfica. Yo pensé que ir acompañada por mi hermoso ser humano iba a ser tan obviamente imposible como que yo lo acompañe a ver algo así como Godzila. Pero la verdad es que fue tan sospechosamente sencillo convencerlo, que fue uno de esos hermosos momentos a lo gol-de-media-cancha-Chile-ganando-el-Mundial-o-Jocelyn-Holt-y-Arturito-Frei-Bolívar-sacando-más-de-una-pelusa-porciento-en-las-elecciones: simplemente hermoso y desconocido.
 
Hay que hacer un alto aquí para que se entienda mi fascinación. Cuando mi hermano pequeño me mostró la sinopsis casi lloré de emoción, porque recordé mi adorable infancia y como yo recitaba la película entera... sí, entera. Era incapaz de contar hasta más allá del doce en inglés, pero sabía todo el diálogo; no podía distinguir la izquierda de la derecha (todavía no puedo) pero podía describir todos los detalles de todas las escenas; no lograba abrocharme los zapatos... bueno, ya se entiende (sospecho que si hubiese pasado menos tiempo viendo la película las cosas habrían sido distintas... quizás habría estudiado en Harvard y hoy trabajaría en la NASA. En fin). Amaba esa película, la amaba con pasión y locura. Pero no porque ella fuera perfecta, con su pelo rubio y su cara angulosa. Ni porque él fuera súper guapo y anduviera a caballo. Ni porque fueran príncipes y todo romántico y rosado y los animales del bosque no se acercan para devorarlos con furia. La amaba porque Maléfica, casi al principio de le película, gritaba "¡atrás estúpidos!" y eso me parecía digno de admiración para toda la eternidad. Me fascinaba que dijera estúpidos, a esas alturas de mi vida el peor garabato que se podía pronunciar, que lo gritara con autoridad y, lo mejor todavía, que los estúpidos le hicieran caso.
 
 
 
Toda mi vida he soñado que los estúpidos me obedezcan
 
 
Porque fiel a mi estampa de oveja negra, siempre me gustaron las malas. Las buenas de los cuentos me parecían tontonas desabridas, con esa cosa bondaboba que me exasperaba hasta querer sacar un lanzallamas... todavía un poco... mucho... casi todos los días... tengo uno guardado en mi closet. Me encantaba que fuera malvada, que gritara, que tuviera malos deseos y que de pura rabia se convirtiera en dragón. Seca.
 
Pero si de malas se trata, Úrsula es mi favorita por lejos, porque es la única que era mala porque sí no más. La reina de Blancanieves odiaba con toda su alma -y con toda razón- a su hijastra apestosa-mosquita-muerta. Yafar y Scar querían ser reyes; una vulgaridad común, conocemos a varios políticos-gusanos-y-zarrapastrosos así. La madrastra de la Cenicienta quería casar a sus hijas con el príncipe: toda mujer que se merezca su regalo en el día de las madres haría lo mismo. Gastón quería casarse con la más linda del pueblo: obvio ¿acaso los demás no? Pero Úrsula era maldad pura y desquiciada: es que le gustaba eso de convertir a los demás en gusanos.
 
Hace poco vi La Sirenita de nuevo y me sorprendí. La historia mostraba a una niña curiosa y descocada, que hace tratos con una bruja, acepta condiciones impensables y abusivas porque se anduvo entusiasmando con esto de tener piernas sin leer la letra chica, y por poco termina convertida en gusano cuando la bruja volvió a cobrar lo que era suyo... 
 
 
La reina del marketing
 
Lo más impresionante es que la bruja está en todo momento dentro de la ley: propone un trato incumplible y ella, sabiendo todas las condiciones, acepta pensando que obvio-que-a-mí-no-me-va-a-pasar-cómo-no-cachaste-que-soy-princesa-y-hasta-hicieron-una-película-sobre-mí. Y de hecho, la bruja es aún más honesta y en la parte de su súper y trasvestística canción en que advierte los costos, dice claramente: "Todos se han quejado, pero una santa me han llamado". Seca. ¿Y la heroína-proto-anoréxica qué hace? Obvio. Firma.
 
 
Me anduve acordando de mi banco
 
 
(Es que bueno, si hasta Sampaoli anda recomendando créditos por ahí, uno se entusiasma, ¿no?)
 
 
Siempre me han gustado las malas. Por eso siento fascinación por Cristina Kirchner, Mary Rose Mc-Gill y Anna Wintour. La dulzura como medio para lograr cosas me parecen tremendamente sospechosa y tiendo a desconfiar de la gente demasiado amable-yo-vivo-en-praderas-rosadas-donde-los-conejillos-me-cantan-melodías-al-oído, porque suelen ser personas desalmadas y miserables capaces de destripar abuelitas indefensas para alcanzar sus objetivos. Por experiencia, he aprendido que todas las personas demasiado dulces y encantadoras tienen una agenda oculta. ¿Tu ejecutivo de cuentas te llama para desearte feliz cumpleaños? Seguro piensa enchufarte el nuevo súper mega crédito con 90% de interés. ¿Tú jefa te habla con amabilidad y amor este fin de mes? Partiste a enchular tu currículum. ¿Tu polola te hizo un queque? Corre por tu vida buen hombre que están a punto de hacerte zumbar la tarjeta de crédito.
 
Capítulo aparte merece Cristina Kirchner, a quien religiosamente sigo en sus largas peroratas en twitter -¿en qué minuto trabaja esta señora?-. A riesgo de parecer estúpida, me parece sorprendente la insolencia con que tiene a Argentina al borde del default. No es que haya sido una tarea muy difícil tampoco -decir que Argentina es un país respetable como Alemania es tan estúpido como poner a Girardi en la misma lista que Benito Baranda-, pero me sigue pareciendo interesante-simpático que no se le mueva ni un pelo a la señora y que nunca-nunca parezca un mamarracho al hacer maldades. Es que es precisamente esa completa falta de sobriedad y discreción que refleja en su closet con la que conduce la estrategia política. Notable lo caradura.
 
 
¿De verdad, argentinos, no lo vinieron venir?
 
 
Por este lado de la cordillera las cosas están distintas. Y la verdad es que la Bachelet, pese a su cosa dulzona mofletuda, me conmueve hasta el tuétano y despierta mi más profunda empatía. Es que cada vez que aparece en la tele la pobre, como si no fuera poco tener que lidiar con terremotos, incendios, reformas varias, estudiantes pidiendo-sepa-Dios-qué-diablos; como si no fuera poco tener que aguantar al papasnatas de Arenas y lidiar con los mequetrefes de los partidos de uno y otro lado (le debe despertar ira profunda tanto el insufrible de Andrade como con patrón fundezco de Larraín); como si nada de eso fuera poco, la pobre cada vez que aparece en la tele está pegándole pequeños tironcitos a su chaqueta. Fíjense: mínimos, pequeños y constantes. Yo conozco esos tironcitos y me despierta inmensa ternura, porque son los tironcitos de cuando uno se siente incómoda y trata con artimañas que no se note que el último postre fue un exceso. Los tironcitos de la vergüenza para esconder la panza. Cada vez que la veo haciendo su movimiento de muñeca, me despierta una simpatía enorme y me dan ganas de abrazarla. Linda ella.
 

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