Recuerdo con nostalgia aquella época maravillosa en que las cosas daban un poquito más lo mismo y nada era tan tremendo. Los niños jugábamos Nintendo y tomábamos café, comíamos chispop y ramitas, y en las casas siempre-siempre-siempre había negritas o algo así. Era la época dorada en que en los cumpleaños había bebidas de distintos colores y uno las mezclaba con la misma seriedad y precisión que un químico mezcla compuestos raros en sus tubos de ensayos, deseando secretamente que el menjunje haga explosión. Las mamás no se veían forzadas a inventarte que las manzanas son mucho más ricas que los helados, porque se sentían tan culpables con salir a trabajar que ni se daban cuenta qué estaban comiendo sus hijos. A nivel del país, las autoridades de salud se preocupaban de temas que ya ni me acuerdo, y no había un ministro fui barrigón-pero-ahora-que-ando-esbelto-seré-el-grinch-de-la-diversión-de-todos (maldito amargado-cuenta-calorías). Los gimnasios eran una cosas muy rara y la ropa deportiva estaba reservada para deportistas (el resto nos dábamos cuenta que, en verdad, es horrible).
Me acuerdo que mi abuela fumaba, y fumaba harto, y los nietos nos teníamos que aguantar o irnos a jugar a otro lado, porque la abuela era la abuela y nica iba a dejar de fumar en el sillón más cómodo del living. Porque antes se fumaba adentro. Antes se fumaba en las oficinas. Antes se fumaba.
Y dicho de una vez: odio la vida sana. No porque sea tan idiota de defender que era mucho más sexy andar con olor a cenicero, sino porque se ha convertido en un imperativo moral de primera línea, y todos los precursores de la vida sana andan como nazis-fiscalizadores-voy-con-mi-garrote-a-matar-infieles-mírenme-soy-como-Gandhi. Entonces ahora todos los tontones andamos comprando súper alimentos (que cuestan un ojo-del-cráneo-qué-onda-la-chía-casi-se-me-cayó-el-pelo-cuando-vi-el-precio) y recitando como los bobos que los carbohidratos no se mezclan con las proteínas, salvo cuando hay luna llena, la bolsa está subiendo y la Bachelet anda vestida de verde.
Porque sí, yo también he ido sucumbiendo a la súper-vida-sana-para-nada-es-una-moda-para-secretamente-vernos-más-lindos. Fue de a poco, casi sin darme cuenta y de repente ya estaba enredada en las garras de la insípida y aburrida salubridad.
Me acuerdo que mi abuela fumaba, y fumaba harto, y los nietos nos teníamos que aguantar o irnos a jugar a otro lado, porque la abuela era la abuela y nica iba a dejar de fumar en el sillón más cómodo del living. Porque antes se fumaba adentro. Antes se fumaba en las oficinas. Antes se fumaba.
Y dicho de una vez: odio la vida sana. No porque sea tan idiota de defender que era mucho más sexy andar con olor a cenicero, sino porque se ha convertido en un imperativo moral de primera línea, y todos los precursores de la vida sana andan como nazis-fiscalizadores-voy-con-mi-garrote-a-matar-infieles-mírenme-soy-como-Gandhi. Entonces ahora todos los tontones andamos comprando súper alimentos (que cuestan un ojo-del-cráneo-qué-onda-la-chía-casi-se-me-cayó-el-pelo-cuando-vi-el-precio) y recitando como los bobos que los carbohidratos no se mezclan con las proteínas, salvo cuando hay luna llena, la bolsa está subiendo y la Bachelet anda vestida de verde.
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Lo intentaron, pero nadie iría a ver "Charly y la Fábrica de Arrocitas" |
Porque sí, yo también he ido sucumbiendo a la súper-vida-sana-para-nada-es-una-moda-para-secretamente-vernos-más-lindos. Fue de a poco, casi sin darme cuenta y de repente ya estaba enredada en las garras de la insípida y aburrida salubridad.
Antes, en los tiempos hermosos en que los conejos corrían alegres por las verdes y soleadas praderas de la felicidad, yo fumaba y era un placer irresistible y bailaba como el hada mágica color lila que habita entre unicornios cantando un vals en do mayor con una voz hermosa y para nada echa bolsa por el humo. Pero un día, imbuida por las tinieblas de la conciencia y mal aconsejada por el cansancio luego de subir escaleras, decidí que ya estaba bueno. Entonces regalé mi encendedor regalón y la caja de cigarros que tenía en la cartera (y la que tenía de repuesto en el velador (y la que tenía escondida por si acaso)) y dije "no puede ser tan difícil".
Grave, gravísimo error. Porque yo pensaba que si la gente común y corriente lograba dejar de fumar, considerando que el promedio de la gente es bastante pelafustana con vocación a hacerse la tonta, entonces yo también podría. Pensaba, inocente y estúpida criatura, que mi determinación me llevaría a puerto y que podría distraerme con otras cosas. E incluso creía que si aumentaba un discreto par de kilos tampoco sería tan terrible. El punto es que en la ecuación no consideré que tengo la fuerza de voluntad de una alcachofa y las cosas se pusieron feas. Porque, sí, logré dejar de fumar, pero juro que vi elefantes verdes en el proceso. No sólo porque me haya tenido que dar cabezazos contra la pared (de verdad me los di... me di varios... muchos... me salió un chichón), sino porque nunca en mi vida había hecho algo tan increíblemente difícil como dejar de fumar. Después de esto cualquier cosa es sencilla. ¿Un parto? Pamplinas de mujeres alaracas. ¿Cruzar nadando el Océano Pacífico? Pásenme las gualetas. ¿Descubrir la cura del Sida? Más fácil que hacer un sudoku.
Y empecé a comerme las uñas (pésimo para la digestión). Y mis brazos colgaron con la gracia de un orangután. Y cambié el cigarro por las pastillas de menta, los dulces de frutilla, los chocolatines, los snickers, los helados, los chacareros con mayonesa, y una larga e indecorosa lista de etcéteras. Y me convertí en la copia fiel de Tremebunda (pero sin bigotes; dignidad ante todo). Y de repente había el doble de mí para amar. Y todavía miro mi ropa de flaca-neurótica-tengo-un-cigarro-en-la-mano-y-otro-en-el-cenicero y lloro un poquito recordando mis días de pitufina.
Cuando lo cuento, la gente me dice con tono rosado y súper maduro "oh, pero que bueno que ya no fumes, mucho más sano", y nadie se da cuenta que en el mismo momento en que lo dicen yo me imagino lo delicioso que sería sacar mi lanzallamas de la cartera, matarlos a todos, quemar el lugar y darme a la fuga con un suave, aterciopelado y encantador cigarro en mi boca.
(Definitivamente era más feliz y equilibrada antes)
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Cuánto te extraño, amor mío |
(Un minuto de silencio por la felicidad perdida)
Eso fue lo primero. Después vino el deporte. Siempre he sido una convencida, aunque nunca bien comprendida, defensora de la filosofía de que el deporte mata... piénsenlo.
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A Marko nunca le hubiese pasado esto de haber estado en su casa viendo Los Soprano y comiendo cabritas |
Yo era de las que en el colegio nunca hice gimnasia. Al principio inventaba que me sentía mal, después le explicaba a mi encantadora madre las mil y un razones de por qué sería contraproducente que yo transpirara-en-el-colegio-mamá-piénsalo-después-voy-a-andar-con-la-ropa-mojada-me-voy-a-enfermar-tanto-que-terminaré-con-tuberculosis-y-mamá-la-gente-se-muere-de-tuberculosis-y-si-pasa-eso-tú-no-tendrás-nietos-y-serás-miserable-de-por-vida-llorarás-mucho-te-verás-fea-y-te-saldrán-arrugas (la última parte era lo más convincente de todo). Después me cansé de tanto trabajo y ya ni siquiera tenía equipo de gimnasia, tanto así que nunca supe quién hacía esa clase en IV°. Como sea, siempre fui de esa filosofía y creía que nunca nada en el mundo me iba a hacer renegar de ella.
Hasta el año pasado. Contagiada de la brutal cantidad de endorfina que hay en el aire -ahora todos salen a trotar, ¿qué pasa en el mundo?- y con un poquito de cargo de conciencia porque hasta mis amigas más bostas (ustedes saben quiénes son, si lo niegan publicaré sus nombres) ya estaban moviendo las presas, decidí que era el momento de desempolvar la bicicleta y lanzarme a la vida. Eso sí, elaboré un estricto código ético para no perder la elegancia:
- Nunca usar ropa deportiva indecorosamente apretada, ni menos horrendas zapatillas, sólo taco alto sino me veo muy pigmea.
- Disimular la transpiración, nada más horrendo que la gente que anda por ahí toda roja y haciendo gala de eso.
- Siempre ir con mi collarcito de perlas. Siempre.
- Nunca poner cara de esto-es-tan-difícil-pero-vale-la-pena, sino que siempre andar no-me-había-dado-cuenta-que-es-subida.
- Nunca ponerme casco, nada más horrendo que ser vista en la vía pública como el hongo de Mario Bross, ni espantoso que quedar con el pelo aplastado todo el día.
- Nunca usar la bici con fines deportivos, sino que estrictamente como transporte.
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Mi súper objetiva idea de cómo me veo en la bici |
A lo que aún no he sucumbido es a comer arrocitas con felicidad y a adorar la alimentación verde. De hecho, sigo pensando que el mejor superpoder es comer sin consecuencias y que Dios tenía toda la razón de enojarse con Eva por andar comiendo manzanas. ¿De verdad Eva? Había de todo en el paraíso ¿y a ti te dio antojo de manzana? ¡Merecido lo tenía la humanidad!
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